“El
amor NO es la hostia.”
06:00h del 1 de enero de 2018
Entre cerveza y cerveza se nos
ha hecho tarde. El sol se ha escondido entre las anécdotas, las risas y el
ruido de guitarras que gritaban a la libertad de ser nosotros mismos una noche
más. Víctor, quiso celebrar su cumpleaños con sus amigos de la infancia y tras
tantos años, volver a verlos ha sido como un soplo de vida. Hacía tiempo que no
disfrutaba tanto. Ahora, ya es hora de irse a casa.
La casa de Víctor, una casa
muy moderna con una decoración un tanto descuidada, como es él, está a cinco
minutos de mi casa y a pesar de ello, se ha ofrecido a llevarme en moto hasta
allí, pero creo que prefiero ir andando. El alcohol me tiene algo mareada y
además siempre me ha encantado pasear los días en los que el cierzo no congela
la punta de mi pequeña nariz. Acariciar las acharoladas aceras de Zaragoza al
pasar por el Pilar, de camino a mi casa, es un placer que poca gente disfruta.
El camino a casa siempre es igual,
ando ensimismada imaginando mil mundos paralelos en los que conozco los amores
y desamores, los problemas y las manías de todas las personas con las que me encuentro. Eso sí, cuando tengo que cruzar los pasos de peatones, miro a ambos
lados y salto de línea en línea, sin pisar la carretera, como si el abismo
fuese más grande entre líneas, como si no se pudiese ir más allá, como una
niña, lo que nunca quise dejar de ser. Recuerdo que cuando era pequeñita, mis
abuelos saltaban conmigo a la espalda mientras seres semiautómatas, esclavos de
la prisa innecesaria nos increpaban por disfrutar de cada instante alargándolo
hasta el desgaste. Pero hoy es distinto, el ruido de motores se ha quedado sin
palabras y lo único que se oye es el temblor de las farolas semiiluminadas de
la cuesta que sube hacía mi casa. Y el ruido de unos pasos. Un claqueteo que
avanza hacia mí como una coreografía en la que el artista se ve desbordado por
la emoción, un claqueteo nervioso, rápido, irregular.
Me giro. Grito. Un hombre con
unos ojos azules de una intensidad sobrehumana me tapa la boca y me arrastra
hacia un callejón en el que el olor a crueldad e impotencia se hace
insoportable. El pelo rubio de aquel hombre contrasta con su alma negra que me
ata a mi fatídico destino. Sus manos, robustas y cobardes arrancan trozos del
feliz futuro que creía que alguien había tejido para mí. Humillada, desnuda e
indefensa pido piedad y acierto a oír: “eres de mi propiedad, como todas las
demás. Eres mía y a partir de ahora, siempre lo serás” seguido de una carcajada.
Como si una de las películas de miedo que tanto detesto fuese real y yo fuese
su protagonista. Quiero pedir ayuda, patalear, huir. Quiero luchar contra aquel
hombre que pretende destrozar mi vida, pero todos y cada uno de mis músculos
permanecen inmóviles. Mi vista se nubla y aquel instante se hace eterno. Ahora
soy yo la que tiene prisa. Ahora soy yo la que increpo al tiempo por correr más
despacio, al segundero del reloj por haberme engañado. Ahora soy yo la que está
rota.
06:00h
del 1 de enero de 2018
Me despierto. Grito. Me giro.
Mi novio con unos ojos azules de una intensidad sobrehumana me tapa la boca y me arrastra hacia la
esquina de la cama en la que un día fui feliz. Su pelo rubio contrasta con su
alma negra que me ata a mi fatídico destino. Sus manos, robustas y cobardes
consumen la posibilidad de encontrar el feliz futuro que creía que alguien
había tejido para mí. Desnuda, sumisa e indefensa le pido que pare pero solo
acierto a oír: “Eres de mi propiedad. Eres mía, siempre lo has sido y siempre
lo serás” seguido de una carcajada, como aquel anuncio, en el que una mujer no
actúa cuando se ve humillada por su marido, que tachaba de surrealista. Quiero
pedir ayuda, chillar a los cuatro vientos, huir. Quiero luchar contra el hombre
que pretende destrozar mi vida, que la está destrozando, pero todos y cada uno
de mis músculos permanecen inmóviles. Ahora ya no sé a qué velocidad pasa el
tiempo. Cuánto durará todo esto. Mi marido agrieta mis sueños un poco más. Hace
tiempo que estoy rota.
Por fin se va. Seguramente
haya quedado con sus amigotes para ir “de caza”. Así llaman los payasos de hoy
en día a salir por la noche en busca de indigentes para darles palizas hasta
que su vida pende de un hilo. Se creen moralmente superiores, mejores seres
humanos, más hombres.
Aprovecho la oportunidad para
ducharme, el olor a crueldad e impotencia que deja impregnado en mi piel se me
hace insoportable. Las heridas de los golpes de días anteriores escuecen con
cada gota de realidad. Enjabonarse los cardenales de ayer es un jarro de agua
fría. Son mi castigo por haberle hecho una cena de mierda, la próxima vez debo
esforzarme más.
Tras el baño de lágrimas y la
ducha, busco ropa que tengo escondida en un cajón de mi armario. Me pruebo unos
vaqueros con flecos que siempre me encantaron pero no me veo guapa. Me pruebo
aquella blusa con la que deslumbraba a todos hace no tanto, pero no me veo
guapa. Hacía demasiado tiempo que no miraba mi reflejo y ahora me doy cuenta de
que lo que más odio, está dentro del espejo. Al final, encuentro una falda de
cuero negro y una camisa roja preciosa.
Llamo a Víctor, necesito
verlo. Hemos quedado en una hora en el bar de la esquina de su casa, no quiero
que me vean con otro hombre. Espero a que llegue la hora mientras pienso que
debería maquillarme. Las ojeras evidencian mi insomnio, mis continuas
pesadillas. Siempre le he dicho a Víctor que soy un desastre y que me paso toda
la noche leyendo, que no se preocupe. Además, él me ve guapa siempre. Es un
hombre maravilloso. Trabaja de médico en un hospital cercano y su devoción por
ayudar a los demás es enorme. Me parece un hombre interesantísimo, nunca he
conocido a alguien con su facilidad para escribir, para hablar y sobre todo
para escuchar. Me sorprende que esté solo, es alguien que merece la pena ser
conocido.
He estado pensando en Víctor y
no me he dado cuenta de que hace cinco minutos que habíamos quedado. Creo que
es la primera vez en mucho tiempo que los minutos galopan, que pasan como un
suspiro. Cojo mi bolso rápidamente y abro la puerta. De frente, mi novio.
Grita, grita como no lo ha hecho nunca. Me chilla que esto no va a quedar así,
que a él no le engaña nadie. No puedo replicar. Me insulta y me ordena, mientras
me sujeta del brazo, que entre a casa. Me niego. Nunca creí que fuese capaz de
hacerlo. Mis manos tiemblan, mis pies tiemblan, mi corazón tiembla. El miedo
recorre todos los rincones de mi cuerpo que ahora se siente diminuto. Sus ojos,
inyectados en sangre, son un preludio de lo que va a suceder. Me percato de ello.
Quiero sacar mi móvil del bolsillo pero noto sus manos en mi cuello, aquellas
manos más robustas y cobardes que nunca. Cada vez me cuesta más respirar. Noto
como la muerte acaricia mis pulmones, me susurra al oído que el próximo
instante será eterno. Último suspiro. Mis músculos rígidos. Se escucha la caída
desde el quinto piso de mi asesino. El sonido de ambulancias es ensordecedor.
Entra Víctor por la puerta, llora. Llora mucho.
12:00h
del 1 de enero de 2018
En la televisión del tanatorio
donde yace mi cuerpo están dando las noticias. Lamentan el asesinato de la
primera mujer a manos de su marido en este año 2018. Todos lloran, de rabia, de
impotencia, de tristeza. Pero el que más llora es Víctor.
17:00h
del 1 de enero de 2018
Suenan las campanas de una
enorme iglesia negra. Víctor comienza mi entierro con un discurso. Dice así:
“Me llamó. Me llamó antes de
que la mataran, para verme. Me contó que había tenido una pesadilla.
Entre cerveza y cerveza se les
había hecho tarde. El sol se escondía entre las anécdotas, las risas y el ruido
de guitarras que gritaban a la libertad de ser nosotros mismos una noche más.
Yo, quise celebrar mi cumpleaños con mis amigos de la infancia y tras tantos
años, volver a verlos había sido para ella como un soplo de vida. Hacía tiempo
que no disfrutaba tanto. Era hora de irse a casa.
Mi casa, una casa muy moderna
con una decoración un tanto descuidada, como soy yo, está a cinco minutos de su
casa y a pesar de ello, me había ofrecido a llevarla en moto hasta allí, pero
prefería ir andando. El alcohol la tenía algo mareada y siempre le ha encantado
pasear los días que el cierzo no congela la punta de su pequeña nariz.
Acariciar las acharoladas aceras de Zaragoza al pasar por el Pilar, de camino a
su casa, es un placer que poca gente disfruta.
El camino a su casa siempre
era igual, andaba ensimismada imaginando mil mundos paralelos en los que
conocía los amores y desamores, los problemas y las manías de todas las
personas con las que se cruzaba. Eso sí, cuando tenía que cruzar los pasos de
peatones, miraba a ambos lados y saltaba de línea en línea, sin pisar la
carretera, como si el abismo fuese más grande entre líneas, como si no se
pudiese ir más allá, como una niña, lo que nunca quiso dejar de ser. Recuerdo
que cuando era pequeñita, sus abuelos saltaban con ella a la espalda mientras seres semiautómatas,
esclavos de la prisa innecesaria les increpaban por disfrutar de cada instante
alargándolo hasta el desgaste. Pero en su sueño era distinto, el ruido de
motores se había quedado sin palabras y lo único que se oía era el temblor de
las farolas semiiluminadas de la cuesta que sube hacía su casa y el ruido de
unos pasos. Un claqueteo que avanzaba hacia ella como una coreografía en la que
el artista se ve desbordado por la emoción, un claqueteo nervioso, rápido,
irregular.
Se giraba. Gritaba. Un hombre
con unos ojos azules de una intensidad sobrehumana le tapaba la boca y la
arrastraba hacia un callejón en el que el olor a crueldad e impotencia se hacía
insoportable. El pelo rubio de aquel hombre contrastaba con su alma negra que
la ataba a su fatídico destino. Sus manos, robustas y cobardes arrancaban
trozos del feliz futuro que creía que alguien había tejido para ella.
Humillada, desnuda e indefensa pedía piedad y acertaba a oír: “Eres de mi
propiedad, como todas las demás, eres mía y a partir de ahora, siempre lo
serás” seguido de una carcajada, como si una película de las películas de miedo
que tanto detestaba fuese real y ella fuese su protagonista. Quería pedir
ayuda, patalear, huir. Quería luchar contra aquel hombre que pretendía
destrozar su vida, pero todos y cada uno de sus músculos permanecían inmóviles.
Su vista se nublaba y aquel instante se hacía eterno. Ahora era ella la que
tenía prisa. Ahora era ella la que increpaba al tiempo por correr más despacio,
al segundero del reloj por haberla engañado. Ahora era ella la que estaba rota.
Y su marido el hombre que la había roto.
Hoy me despido de ella. Hoy el
amor está de luto. El amor no es posesión, es libertad. No son celos, es
confianza. No es sumisión, es igualdad. El amor no entiende de golpes, de
insultos, de amenazas. El amor es respeto mutuo, es anarquía, revolución en el
pecho de dos desconocidos. El amor no entiende de maltratadores y asesinos,
sino de pupilas imantadas que no pueden dejar de mirarse. El amor es oler,
sentir, vivir. Es soñar, volar, acariciar. El amor es lo único verdaderamente
auténtico en este mundo decadente. Y yo, desde que la conocí, con tan solo tres
años, la he amado.”
06:00h del 1 de enero de 2019
Me despierto. Grito. Me giro.