domingo, 25 de febrero de 2018

El amor no es la hostia.

“El amor NO es la hostia.”
06:00h del 1 de enero de 2018

Entre cerveza y cerveza se nos ha hecho tarde. El sol se ha escondido entre las anécdotas, las risas y el ruido de guitarras que gritaban a la libertad de ser nosotros mismos una noche más. Víctor, quiso celebrar su cumpleaños con sus amigos de la infancia y tras tantos años, volver a verlos ha sido como un soplo de vida. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto. Ahora, ya es hora de irse a casa.
La casa de Víctor, una casa muy moderna con una decoración un tanto descuidada, como es él, está a cinco minutos de mi casa y a pesar de ello, se ha ofrecido a llevarme en moto hasta allí, pero creo que prefiero ir andando. El alcohol me tiene algo mareada y además siempre me ha encantado pasear los días en los que el cierzo no congela la punta de mi pequeña nariz. Acariciar las acharoladas aceras de Zaragoza al pasar por el Pilar, de camino a mi casa, es un placer que poca gente disfruta.
El camino a casa siempre es igual, ando ensimismada imaginando mil mundos paralelos en los que conozco los amores y desamores, los problemas y las manías de todas las personas con las que me encuentro. Eso sí, cuando tengo que cruzar los pasos de peatones, miro a ambos lados y salto de línea en línea, sin pisar la carretera, como si el abismo fuese más grande entre líneas, como si no se pudiese ir más allá, como una niña, lo que nunca quise dejar de ser. Recuerdo que cuando era pequeñita, mis abuelos saltaban conmigo a la espalda mientras seres semiautómatas, esclavos de la prisa innecesaria nos increpaban por disfrutar de cada instante alargándolo hasta el desgaste. Pero hoy es distinto, el ruido de motores se ha quedado sin palabras y lo único que se oye es el temblor de las farolas semiiluminadas de la cuesta que sube hacía mi casa. Y el ruido de unos pasos. Un claqueteo que avanza hacia mí como una coreografía en la que el artista se ve desbordado por la emoción, un claqueteo nervioso, rápido, irregular.
Me giro. Grito. Un hombre con unos ojos azules de una intensidad sobrehumana me tapa la boca y me arrastra hacia un callejón en el que el olor a crueldad e impotencia se hace insoportable. El pelo rubio de aquel hombre contrasta con su alma negra que me ata a mi fatídico destino. Sus manos, robustas y cobardes arrancan trozos del feliz futuro que creía que alguien había tejido para mí. Humillada, desnuda e indefensa pido piedad y acierto a oír: “eres de mi propiedad, como todas las demás. Eres mía y a partir de ahora, siempre lo serás” seguido de una carcajada. Como si una de las películas de miedo que tanto detesto fuese real y yo fuese su protagonista. Quiero pedir ayuda, patalear, huir. Quiero luchar contra aquel hombre que pretende destrozar mi vida, pero todos y cada uno de mis músculos permanecen inmóviles. Mi vista se nubla y aquel instante se hace eterno. Ahora soy yo la que tiene prisa. Ahora soy yo la que increpo al tiempo por correr más despacio, al segundero del reloj por haberme engañado. Ahora soy yo la que está rota.



06:00h del 1 de enero de 2018

Me despierto. Grito. Me giro. Mi novio con unos ojos azules de una intensidad sobrehumana  me tapa la boca y me arrastra hacia la esquina de la cama en la que un día fui feliz. Su pelo rubio contrasta con su alma negra que me ata a mi fatídico destino. Sus manos, robustas y cobardes consumen la posibilidad de encontrar el feliz futuro que creía que alguien había tejido para mí. Desnuda, sumisa e indefensa le pido que pare pero solo acierto a oír: “Eres de mi propiedad. Eres mía, siempre lo has sido y siempre lo serás” seguido de una carcajada, como aquel anuncio, en el que una mujer no actúa cuando se ve humillada por su marido, que tachaba de surrealista. Quiero pedir ayuda, chillar a los cuatro vientos, huir. Quiero luchar contra el hombre que pretende destrozar mi vida, que la está destrozando, pero todos y cada uno de mis músculos permanecen inmóviles. Ahora ya no sé a qué velocidad pasa el tiempo. Cuánto durará todo esto. Mi marido agrieta mis sueños un poco más. Hace tiempo que estoy rota.
Por fin se va. Seguramente haya quedado con sus amigotes para ir “de caza”. Así llaman los payasos de hoy en día a salir por la noche en busca de indigentes para darles palizas hasta que su vida pende de un hilo. Se creen moralmente superiores, mejores seres humanos, más hombres.
Aprovecho la oportunidad para ducharme, el olor a crueldad e impotencia que deja impregnado en mi piel se me hace insoportable. Las heridas de los golpes de días anteriores escuecen con cada gota de realidad. Enjabonarse los cardenales de ayer es un jarro de agua fría. Son mi castigo por haberle hecho una cena de mierda, la próxima vez debo esforzarme más.
Tras el baño de lágrimas y la ducha, busco ropa que tengo escondida en un cajón de mi armario. Me pruebo unos vaqueros con flecos que siempre me encantaron pero no me veo guapa. Me pruebo aquella blusa con la que deslumbraba a todos hace no tanto, pero no me veo guapa. Hacía demasiado tiempo que no miraba mi reflejo y ahora me doy cuenta de que lo que más odio, está dentro del espejo. Al final, encuentro una falda de cuero negro y una camisa roja preciosa.
Llamo a Víctor, necesito verlo. Hemos quedado en una hora en el bar de la esquina de su casa, no quiero que me vean con otro hombre. Espero a que llegue la hora mientras pienso que debería maquillarme. Las ojeras evidencian mi insomnio, mis continuas pesadillas. Siempre le he dicho a Víctor que soy un desastre y que me paso toda la noche leyendo, que no se preocupe. Además, él me ve guapa siempre. Es un hombre maravilloso. Trabaja de médico en un hospital cercano y su devoción por ayudar a los demás es enorme. Me parece un hombre interesantísimo, nunca he conocido a alguien con su facilidad para escribir, para hablar y sobre todo para escuchar. Me sorprende que esté solo, es alguien que merece la pena ser conocido.



He estado pensando en Víctor y no me he dado cuenta de que hace cinco minutos que habíamos quedado. Creo que es la primera vez en mucho tiempo que los minutos galopan, que pasan como un suspiro. Cojo mi bolso rápidamente y abro la puerta. De frente, mi novio. Grita, grita como no lo ha hecho nunca. Me chilla que esto no va a quedar así, que a él no le engaña nadie. No puedo replicar. Me insulta y me ordena, mientras me sujeta del brazo, que entre a casa.  Me niego. Nunca creí que fuese capaz de hacerlo. Mis manos tiemblan, mis pies tiemblan, mi corazón tiembla. El miedo recorre todos los rincones de mi cuerpo que ahora se siente diminuto. Sus ojos, inyectados en sangre, son un preludio de lo que va a suceder. Me percato de ello. Quiero sacar mi móvil del bolsillo pero noto sus manos en mi cuello, aquellas manos más robustas y cobardes que nunca. Cada vez me cuesta más respirar. Noto como la muerte acaricia mis pulmones, me susurra al oído que el próximo instante será eterno. Último suspiro. Mis músculos rígidos. Se escucha la caída desde el quinto piso de mi asesino. El sonido de ambulancias es ensordecedor. Entra Víctor por la puerta, llora. Llora mucho.


12:00h del 1 de enero de 2018

En la televisión del tanatorio donde yace mi cuerpo están dando las noticias. Lamentan el asesinato de la primera mujer a manos de su marido en este año 2018. Todos lloran, de rabia, de impotencia, de tristeza. Pero el que más llora es Víctor.


17:00h del 1 de enero de 2018

Suenan las campanas de una enorme iglesia negra. Víctor comienza mi entierro con un discurso. Dice así:
“Me llamó. Me llamó antes de que la mataran, para verme. Me contó que había tenido una pesadilla.
Entre cerveza y cerveza se les había hecho tarde. El sol se escondía entre las anécdotas, las risas y el ruido de guitarras que gritaban a la libertad de ser nosotros mismos una noche más. Yo, quise celebrar mi cumpleaños con mis amigos de la infancia y tras tantos años, volver a verlos había sido para ella como un soplo de vida. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto. Era hora de irse a casa.
Mi casa, una casa muy moderna con una decoración un tanto descuidada, como soy yo, está a cinco minutos de su casa y a pesar de ello, me había ofrecido a llevarla en moto hasta allí, pero prefería ir andando. El alcohol la tenía algo mareada y siempre le ha encantado pasear los días que el cierzo no congela la punta de su pequeña nariz. Acariciar las acharoladas aceras de Zaragoza al pasar por el Pilar, de camino a su casa, es un placer que poca gente disfruta.
El camino a su casa siempre era igual, andaba ensimismada imaginando mil mundos paralelos en los que conocía los amores y desamores, los problemas y las manías de todas las personas con las que se cruzaba. Eso sí, cuando tenía que cruzar los pasos de peatones, miraba a ambos lados y saltaba de línea en línea, sin pisar la carretera, como si el abismo fuese más grande entre líneas, como si no se pudiese ir más allá, como una niña, lo que nunca quiso dejar de ser. Recuerdo que cuando era pequeñita, sus abuelos saltaban con ella  a la espalda mientras seres semiautómatas, esclavos de la prisa innecesaria les increpaban por disfrutar de cada instante alargándolo hasta el desgaste. Pero en su sueño era distinto, el ruido de motores se había quedado sin palabras y lo único que se oía era el temblor de las farolas semiiluminadas de la cuesta que sube hacía su casa y el ruido de unos pasos. Un claqueteo que avanzaba hacia ella como una coreografía en la que el artista se ve desbordado por la emoción, un claqueteo nervioso, rápido, irregular.
Se giraba. Gritaba. Un hombre con unos ojos azules de una intensidad sobrehumana le tapaba la boca y la arrastraba hacia un callejón en el que el olor a crueldad e impotencia se hacía insoportable. El pelo rubio de aquel hombre contrastaba con su alma negra que la ataba a su fatídico destino. Sus manos, robustas y cobardes arrancaban trozos del feliz futuro que creía que alguien había tejido para ella. Humillada, desnuda e indefensa pedía piedad y acertaba a oír: “Eres de mi propiedad, como todas las demás, eres mía y a partir de ahora, siempre lo serás” seguido de una carcajada, como si una película de las películas de miedo que tanto detestaba fuese real y ella fuese su protagonista. Quería pedir ayuda, patalear, huir. Quería luchar contra aquel hombre que pretendía destrozar su vida, pero todos y cada uno de sus músculos permanecían inmóviles. Su vista se nublaba y aquel instante se hacía eterno. Ahora era ella la que tenía prisa. Ahora era ella la que increpaba al tiempo por correr más despacio, al segundero del reloj por haberla engañado. Ahora era ella la que estaba rota. Y su marido el hombre que la había roto.
Hoy me despido de ella. Hoy el amor está de luto. El amor no es posesión, es libertad. No son celos, es confianza. No es sumisión, es igualdad. El amor no entiende de golpes, de insultos, de amenazas. El amor es respeto mutuo, es anarquía, revolución en el pecho de dos desconocidos. El amor no entiende de maltratadores y asesinos, sino de pupilas imantadas que no pueden dejar de mirarse. El amor es oler, sentir, vivir. Es soñar, volar, acariciar. El amor es lo único verdaderamente auténtico en este mundo decadente. Y yo, desde que la conocí, con tan solo tres años, la he amado.”


06:00h del 1 de enero de 2019

Me despierto. Grito. Me giro.